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Barquisimeto, Lara, Venezuela

lunes, 20 de febrero de 2012

MI ENCUENTRO CON EL SALTO PARA


Rememorar experiencias vividas hace varios años, no es difícil cuando las mismas marcaron para bien un espacio de mi vida; y eso fue lo que sucedió en el año 2007, en el Estado Bolívar, la primera vez que fui al rio Caura para subir al Salto Pará. Leonardo nos entusiasmó a conocer este lugar, y lo propuso como destino para el cuarto viaje de nuestro grupo de excursión “Autana”, el primero, con el grupo, lo hicimos en semana santa del año 2004, pero ya hablaremos sobre esa inolvidable experiencia. Ante este nuevo reto, me pareció necesario indagar sobre el lugar y me asombraron muchos datos que desconocía, como que el río Caura es larguísimo, tiene como 700 y pico de kilómetros, siendo el tercer rio más grande de Venezuela luego del Orinoco y del Caroní. También supe que alimenta al Orinoco siendo uno de sus principales tributarios y que en la cuenca del Caura está protegida la reserva forestal más grande del país, con más cinco millones de hectáreas. Encontré que los bosques son primarios, es decir, que no han sido intervenidos. Gracias a Dios!! Luego leí que hay una caída de agua por la cual el río se precipita por siete  torrenteras y que en época de lluvias supera en caudal a las famosas Cataratas Victoria de África y también a las  renombradas Cataratas de Iguazú en la frontera de Brasil y Argentina. Y como no conozco las dos anteriores, me gustó la idea de conocer esta caída criolla, junto a mi grupo de excursión, además de ser más factible que ir para Brasil o para África. Lo imaginaba y lo volvía a recrear en mi mente, alineaba las siete torrenteras en forma de herradura, imaginaba la altura de 60 metros, no tan altas pero tampoco un saltico, de hecho son los saltos más caudalosos de Venezuela, aunque nosotros iríamos en verano, igual tendría que ser hermoso.
             Una madrugada del domingo de Ramos del 2007 salimos luego de marcar con griffin los vidrios de nuestros carros, “de Lara Pal Salto Pará…” y arrancamos formando una caravana de varios carros, vía San Carlos, Chaguaramas, Las Mercedes, donde nos paramos a comer una deliciosa carne en vara.

Luego llegamos a Cabruta donde comenzamos a experimentar las primeras vivencias esperando el paso de chalana que nos llevaría a Caicara del Orinoco, donde pasamos la primera noche en un hotel que el dueño era un italiano más bravo que el carrizo, era demasiado grosero y se exaltaba por nada. Las muchachas que atendían en el hotel sufrían de pena ajena a cada grito de este señor y a nosotros no nos quedaba más que reírnos a carcajada disimulada del italiano. Era tan cascarrabias que nos enteramos que a los meses murió de un infarto, era hasta candidato para alcalde de Caicara, pero no aguantó su carácter. Hoy busco en mis archivos los nombres de los excursionistas y observo que fueron amigos de todas las edades, el grupo más numeroso que haya hecho hasta ahora, todos unidos en un solo sentir, disfrutar el viaje y conocer otro lugar poco usual del turismo entre los venezolanos. Vinieron de España dos amigos expresamente para este viaje, y uno de ellos atacaba hasta a un palo de escoba…bello el gallego y ataconsísimo…iba de flor en flor.  Había que estar mosca con dos elementos… con los raudales y con el gallego…

           En la mañana, luego de desayunar, nos enrumbamos hacia Trincheras, como dos horas de carretera asfaltada hasta Maripa y de allí otro trecho largo por carretera de tierra, y como a mediodía estábamos acomodando las curiaras, ocho en total, dos de carga, y seis con los excursionistas y salimos, a navegar, a experimentar, un tanto asustados porque los raudales eran fuertecitos, y veníamos de la quietud de los ríos amazonenses pero tratando de beberme el paisaje bellísimo que me rodeaba, con unas rocas gigantes de cuando en cuando, pero bañándome de rio cuando la curiara remontaba una zona con curva y nos entraba el agua teniendo que  ir achicando con un potecito de mavesa; recuerdo que la Biblia que llevaba a mano quedó empapada y estuvo 4 días al sol quedando sus páginas secas pero arrugadas.  Hoy día las curiaras son más cómodas, de metal y se ven más firmes que aquellas de madera donde viajamos en el 2007.  Paramos en la comunidad de Nichare, donde comimos un delicioso sanduche de carne fría con vegetales, infaltable en mis viajes para estas ocasiones de navegación.  

Luego de una breve parada, seguimos, ya con más confianza pero no con tranquilidad, porque la tarde iba cayendo y el Playón estaba aún muy lejos. Incluso indague con Jilliam, nuestra guía, acerca de la posibilidad de pernoctar en una comunidad del camino y se rehusó a la idea.  Es un error que cometí, pero estaba pagando noviciado en este destino, lo estaba estrenando y confié en la guía. Cayó la noche pero con la inolvidable luna que iluminaba cual bombillo todo el lugar y señalaba el camino a seguir en el rio, pero era de noche, y estábamos asustados, demasiado asustados, yo por lo menos, con mucha responsabilidad a cuesta.
        Mi curiara con otros ocho excursionistas y un experto motorista quedó de último lugar para asegurar que nadie quedaba atrás.  Sucedió  lo que mi corazón presentía…mi motorista se detiene a escuchar el motor de la curiara que iba adelante con los españoles y un grupo de jóvenes, y noto que se inquieta al escuchar como el motor de la otra nave no puede remontar el raudal y que finalmente se  apaga y vemos como la curiara la arrastra la corriente unos cuatro metros con la gente asustada. Se nos paralizó el corazón a todos, sin gritos pero sí con súplicas en la mente y pudimos respirar nuevamente a los quince segundos  cuando vimos como dos grandes rocas, estratégicamente colocadas por Dios allí, detuvieron la curiara que iba sin rumbo ni control, pero sin llegar a voltearse. Solo salieron de la curiara una caja de medicinas que llevábamos para la comunidad de El Playón y unas botellas de ron de los muchachos, pero la curiara quedo repleta de agua, el rio le pasaba por encima y los muchachos bajaron hasta una gran piedra. Recuerdo que el inexperto motorista con un potecito trataba de sacar el rio de la curiara, reírnos de eso fue lo que nos relajó de la tensión de ese gran susto. Mi motorista tomo las riendas del asunto, entre todos sacaron la curiara del agua y el hombre con gran pericia remontó el raudal y luego de una hora de ese susto pudimos seguir. Cuando nos tocó a nosotros remontarlo con nuestro motorista que se había devuelto por entre las piedras estábamos demasiado asustados y resultó ser un paso que no tenía tanta dificultad pero que había que saber maniobrar.
El resto del camino, lo hicimos rezando el Rosario, uno tras otro, con la luna acompañándonos con su luz, y sin ningún inconveniente, hasta llegar al Playón como a las 11 de la noche recibiéndonos el rostro de susto de los otros excursionistas porque no habíamos arribado. Es el susto más grande que he pasado en doce años de excursiones por esas zonas. En el 2010, regresé al Playón, aplicando la experiencia  vivida, navegamos el Caura en dos días, en jornadas de 5 horas cada día y no de un tirón de 10 agotadoras horas.

                  Una clarísima noche nos esperaba, con unos whikicitos para terminar de relajar los músculos y prepararnos para subir al Salto Pará al día siguiente. Luego del desayuno, arreglamos un ligero equipaje para un día, los alimentos, agua, carpas y nos dispusimos a caminar durante un gran trecho, de más de dos horas, primero en plano, tranquilos y relajados, pero luego comenzó el ascenso, duro y rocoso a veces  pero que retomaba de repente senderos suaves y planos.

En un lugar de la selva, nos tropezamos con un oasis, una bodeguita donde vendían cerveza, refresco, chucherías, era lo más inesperado que podíamos encontrar…una bodega en medio de la selva.  Hicimos parada para recargar energías.
Seguimos, de cuando en cuando nos encontrábamos en el camino con  indígenas Ye-kuana o con Sánemas, con sus caras dibujadas con trazos  negros o de colores, algunos con un motor en la espalda, o con un bidón de 60 litros de gasolina,  o con un katumare lleno de yuca o con una cinta gruesa muy colorida terciada al cuerpo con un bebé a cuestas.
No se dejaban tomar fotos, algunos los captamos a escondidas  y a otros le dimos algún dinero para que permitieran tomarse una foto. Finalmente escuchamos el rugido del agua y a medida que nos acercábamos se iba haciendo más intenso el ruido.  El encuentro con el Salto fue enmudecedor, porque nadie dijo una palabra, todos nos dedicamos a contemplar el magnífico espectáculo que teníamos frente a nuestros ojos. Luego se fueron destensando los labios, saliendo las palabras, y surgiendo las cámaras para captar el paisaje.


Primero trepamos (en plano y con precaución) unas rocas inmensas y llegamos a la parte de arriba del cauce del Caura, un torbellino de espuma y burbujas blancas, conteniendo una fuerza inusitada  y de repente comienzan a verterse toneladas y toneladas de agua estruendosamente para irse dividiendo buscando cada gota entrar primero para colarse al azar en alguna de  las siete torrenteras separadas entre ellas por verdes islas de arbustos, y árboles. La caída provocaba una bella neblina. Es un espectáculo digno de dedicarle un  buen tiempo de observación, para ir entrando en admiración y terminar en agradecimiento al Todopoderoso por haber colocado esa maravilla en nuestro país y por permitir la presencia de cada uno de nosotros en ese sitio. Con mucho cuidado me acerqué acostada boca abajo al borde de una gran roca y  me sostenían, por aquello del vértigo, previendo algún mareo, pero tenía que ver el lugar exacto donde ese caudal de agua se precipitaba al fondo del salto, y esto multiplicado por siete, y que en conjunto con el gran sonido que manaba del lugar, hacía el momento perfecto.

 
Luego, tanta agua seguía buscando reposo en el rio y así se iba alejando conformando lo que se conoce como Bajo Caura y  que luego de 7 kilómetros entre otros saltos más pequeños, cascadas y rápidos llega donde se apacigua el rio y se ensancha formando un banco de arena, lugar donde está el bello campamento que nos recibió el día anterior….El Playón.
          Pero vuelvo al Salto Pará, luego del momento de contemplación, retrocedimos unos cien metros buscando un camino muy empinado que nos llevó a una playa, que sólo se descubre en el verano, y donde nos dispusimos a instalar nuestras carpas, a pesar de que el día anterior unos baquianos habían visto huellas de tigre en la arena, lejos de asustarnos nos animamos a hacer guardia a ver si lo veíamos, pero no nos hizo el honor de su visita, o de recibirnos, porque éramos nosotros quienes invadíamos su territorio.

 Allí nos dispusimos a pasar la tarde entre juegos, concursos y penitencias, como el nado de tonina de Chico, o las canciones llaneras de Andrés, mi hijo. El almuerzo, fue un sabroso arroz con pollo, pero la cena surgió un poco de lo que habíamos llevado cada uno, y terminamos comiendo el inolvidable platillo de panquecas con atún, algo inédito en el mundo culinario. En la noche una fogata nos reunió de nuevo y entre canciones y chistes, fuimos cayendo rendidos en nuestras carpas, para recibir un soberano aguacero a media noche que arrulló a algunos y mojó a otros, dependiendo de la filtración que permitiese o no la carpa.

       Despertar, salir de la carpa y encontrarme de frente el espectáculo del Salto, no tan cerca, pero a la distancia perfecta para admirarlo en toda su magnitud y esplendor, parece una escena de un sueño, del mejor sueño de los que haya podido tener, pero no estaba soñando, era real, aunque mágico. Nuevamente el momento me lleva a alabar al Creador, porque sólo El es capaz de mantenerlo allí en ese estado de estreno permanente, donde no parece que hubiesen pasado siglos y siglos de su aparición en la tierra.
           Después del enésimo baño y del desayuno, emprendimos el regreso al Playón, nos costó un mundo subir ese trecho lleno de barro resbaladizo en que se había convertido nuestro acceso luego de la lluvia de la noche anterior, eran como 200 metros en ascenso hasta conseguir el camino principal, recuerdo haberme quedado sola caminando por un gran trecho de selva, sin peligro de perderme por lo bien trazado del camino y prefería que los guías acompañaran al resto del grupo y así aprovechar de escuchar esos latidos internos conjugados con los sonidos del silencio que emanan de la selva, es difícil explicar esta sensación, pero estoy segura que esto es parte de lo que  alimenta mi vida y nutre mi alma. Con mucho acierto, un amigo querido, José Antonio,  “Tetero”, una vez dijo acerca de mis viajes que son “la vida de mi alma…”.


                El regreso lo realizamos sin tropiezo, con un rico baño en el Playón, donde el Comando, los jóvenes, invitaron a la mascota del campamento, un chigüire doméstico, a bañarse con ellos, con la particularidad que compartía los tragos de ron con los muchachos, mientras otro grupo de excursionistas practicaban el tiro al blanco  con arco y flecha, la jabalina y otros juegos indígenas, y otro grupo se dedicaba a pescar. No puedo olvidar una gran payara que sacó mi ahijado Santiago. Luego animamos a los pobladores con unas piñatas, rifas y reparto de ropa. Se nos habían acabado las  piñatas y nos sobraron juguetes, pues improvisamos una bolsa de plástico de las negras y la convertimos en piñata.



           En carnaval de 2010 regresé al Playón, con una escala en el campamento de La Cocuiza, muy rico, bellísimo, de ida y de regreso, poniendo en práctica lo que nos deja la experiencia vivida anteriormente y con el acompañamiento de Julio, de los mejores guías del Caura, con su equipo super competente. Jilliam, quien fue nuestra guía en el primer viaje, había fallecido años atrás, de una afección mal cuidada. Lo lamenté mucho, dejó a sus hijos pequeños.
           El regreso a Trincheras lo realizamos sin tropiezo, con unas 7 horas de navegación rio abajo, Luego carretera  hasta Valle de la Pascua, hasta el día siguiente que completamos nuestra aventura y llegamos a casa con la novedad de lo vivido.
 Este fue mi encuentro con el Caura y con el Salto Pará, absolutamente imperecedero en mi mente y en mi corazón.